Cosas que aprendí en Salamanca



(Por El Hombre Qué en Tribuna Universitaria)



A coger autobuses y odiar Renfe. A adormecer los lunes que saben a botellas escritas con bolígrafos llegados desde islas desiertas (y tienen forma de periódico). Que los pinchos calientan el invierno más que las aulas, y que por mucho que las nubes de (mala) leche (de algunos) traten de ensombrecer febrero, todos sabemos que después de los primeros exámenes llega la primavera. Aprendí a contar hasta tres antes de dar por terminado cada día de la semana, porque siempre llegaba un martes cargado de segundas oportunidades, un miércoles de pies en polvorosa o un jueves de dos por uno y tiro porque me toca y nos asaltaba la tranquilidad. Y luego los domingos tocaba recoger los alveolos pulmonares en un final de película y bostezar mientras la lluvia en el sofá.
En segundo me enseñaron tus abrazos a llorar y a amanecer, a hacer pollo agridulce y crepes de nocilla con besos y ciudades extranjeras en un tiempo en que soñar era un verbo que sólo se conjugaba en segunda persona. Luego aprendí mis cicatrices al borde de la ventana, el vértigo y las náuseas. Y al fin del fin me acostumbré a poner la lavadora sin ropa de entretiempo, a quitar las manchas de mal café y a cocinar las ganas a fuego fatuo. Pero bueno, también a pasar los apuntes por la plancha de Van Dyck y a gritar por las calles, cada trimestre algo nuevo: que no a la guerra, que sí al botellón, que todos con la selección. Incluso entre medias saqué algunas asignaturas: me doctoré en ranas que quieren ser astronautas, me hice inquisidor en Libreros, solitario en Compañía y ateo en la Pontificia. Y si no llevé a nadie al Huerto fue porque era de Calixto y Melibea, y de pequeño me enseñaron a respetar la propiedad privada. Aprendí dónde están las estaciones para ir a despedirme, pero a la vuelta me comí todas las migas y aún procuro olvidar el camino. Aprendí que a escribir se aprendía escribiendo y me puse a ello en un taller semanal que monté con unos trapos que encontré para remendar los lunes, siempre llenos de resacas, de estaciones espaciales, de rozamiento y de elementos químicos inestables, como las clases de primera hora y los besos a bocajarro. Y aquí sigo, invitando a todos a pasar cuando quieran.


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